jueves, 9 de julio de 2009

A todos nos ha pasado que, cuando las cosas no estan muy claras, desahogamos nuestras frustraciones con lo primero que nos encontramos. Lamentablemente en la mayoría de los casos dejamos huellas muy profundas en aquellos que reciben nuestra descarga, y lo que es peor nunca les podremos sanar por más que lo intentemos.


LA GATA COJA

—¿Me quiere usted contar —le dije a Delfina— por qué cuida tanto a esa pobre gatita coja?

—Es una historia —me contestó riendo— que le voy a referir a usted, aunque no es larga ni divertida.

Habíamos vuelto de Sevilla la Pepa y yo; la empresa que nos llevaba tronó a pocos días de estar allí. Eso sí, llevábamos una bonita contrata: siete pesetas, viajes pagados y un beneficio libre para el coro de señoras. El empresario era hombre de mucho empeño pero de pocos recursos. Hará cosa de tres años. Era el verano, y esperábamos pasarlo bueno, y sacando alguna ventaja, recorriendo las provincias.

Llevábamos un buen repertorio: De Getafe al Paraíso, La Canción de la Lola, Los Bandos de Villafrita, La Gran Vía..., vamos, la mar. Pero como decía, y decía muy bien el empresario, la empresa pone y el público dispone. Y porque la tiple no era bonita y desafinaba, o porque el barba era tartamudo, o porque la característica bizqueaba del ojo derecho, o por lo que Dios sabe, ello es que la compañía no cayó bien en Sevilla, y desde la primera representación el público empezó a meterse con nosotras, con el pretexto de que el tenor había metido la pata adelantándose a cantar cuando no le tocaba. En las primeras representaciones era un pateo que no había pieza que no reventaran; ya después no tanto, porque, como no había ni tres duros en la taquilla, tampoco había quien se metiera con nosotras. No hubo remedio; la empresa no nos pagó, y nos contentamos con que nos dieran un billete de tercera en el tren mixto para volver a Madrid, y con eso, y cinco duros que tenía la Pepa, y cuatro que yo había ahorrado, llegamos aquí, alquilamos un cuartito y comenzamos a buscar ajuste; pero ¡quiá! Como el verano estaba tan adelantado, todos los teatros tenían más gente que querían: ni en Felipe, ni en Recoletos, ni en el Príncipe Alfonso, ni en el Tívoli, que se había estrenado en esos días, pudimos encontrar colocación, y los nueve duros se habían acabado, y los equipajes desfilaban para la casa de empeños, y las papeletas abultaban más que el borrador de una comedia.

Se me había olvidado decir a usted que, al tomar el cuarto, nos encontramos con esa gatita, flaca y muerta de hambre; pero tan mona y tan cariñosa, que, como decía la Pepa, debíamos conservarla para que Dios nos ayudara; y el pobre animalito realmente tenía sangre ligera, porque comía con el mismo gusto el bacalao con patatas que nos sobraba del almuerzo, que las migajas de la libreta del desayuno, y hasta me parece que ella fue la que se comió un guante de cabritilla de la Pepa, que no pudimos encontrar.

Nos levantábamos muy tarde (después de las doce), y nos acostábamos muy temprano para no tener que hacer más de una comida; el dinero nos faltaba, pero el buen humor no llegaba a abandonarnos, y todas aquellas cosas nos causaban risa, porque, eso sí, tomarlo a lo serio era tocar a suicidarse.

Una mañana la situación se puso seria, y no teníamos ya ni qué empeñar, y era preciso comer aquel día. Pensando y meditando, ocurriósele a la Pepa vender una silla que el vecino de al lado nos prestó para que tuviéramos en qué sentarnos. La idea no era mala, y yo me comprometí a salir del paso.

Afortunadamente el vecino no estaba, porque era conductor de tranvías y no llegaba hasta la noche. Abrí la puerta, y me cercioré de que la escalera estaba sola; tomé la silla, bajé a escape, y no paré hasta la casa de un vendedor de muebles viejos, que me dio por ella dos pesetas. En seguida, a la compra; pan, vino, carbón y dos chuletas que me bailaban en la mano.

¡Con qué gusto me recibió la Pepa! Puse la compra sobre el bracero y entré a quitarme el mantón y a lavarme las manos, contando a la Pepa toda mi correría. Pero todos los males vienen por la lengua; nos pusimos a hablar como si no tuviéramos hambre, y al volver a la cocina, excusó decirle a usted lo que sentí al ver a la gatita comiéndose el último pedazo de las chuletas: sólo le digo que tan soberbio fue el golpe que di al infeliz animal, que desde entonces se quedó coja la pobrecita.


Vicente Riva Palacio

en Cuentos del General

2 comentarios:

ariadna dijo...

Linda reflexión la del inicio... no me quedara mas q ver a Rodrigo a los ojos y decirle MIAU...

Saurio dijo...

pasé por acá la semana pasada, pero no había firmado : ) jajaja, bueno el cuento