―¡Eres un miserable! ―dijo el barón al teniente, quien después de dar muerte a Buckingham había recobrado su serenidad habitual y ya no la volvería a perder―.
¿Sabes lo que has hecho?
―Me he vengado.
―No ―exclamó el barón―, no te has vengado; has sido un simple instrumento de esa mujer maldita. Pero te juro que no cometerá ningún nuevo crimen.
―No sé lo que quiere decir ―dijo Felton, impasible―. Ignoro a qué mujer se refiere, milord. He matado a Buckingham porque ha rechazado dos veces mi petición de ascenderme a capitán. Le he castigado por su injusticia.
Lord de Winter estaba asombrado. Tanta insensibilidad le desconcertaba. Sin embargo, algo nublaba la fernte de Felton. Cada vez que oía sus pasos o voces, el ingenuo puritano creía que Milady llegaba para arrojarse a sus brazos, acusarse a sí misma y perderse con él. De pronto se estremeció. Su mirada se había fijado en un punto del mar que se dominaba desde la terraza. Con su vista de marino había advertido que aquel punto que otro habría tomado por una gaviota deslizándose en la superficie era el velero fletado por él y que se dirigía a las costas de Francia. Palideció y se llevó la mano al pecho, a su corazón torturado, al comprender la traición de lady Winter.
―¿Puede concederme un último favor? ―. Preguntó Felton a lord de Winter.
―¿Qué favor?
―Digame qué hora es.
El barón consulto su reloj y repuso:
―Las nueve menos diez.
Milady había adelantado hora y media su salida. El velero navegaba bajo un cielo azul, a gran distancia de la costa.
―Así lo ha querido Dios ―murmuró Felton con fanática resignación, pero sin poder apartar la vista de aquella nave, donde sin duda creía distinguir la blanca silueta de la mujer por la que había sacrificado su vida.
Alejandro Dumas en
Los Tres Mosqueteros.